miércoles, 10 de octubre de 2018

Los juegos no son una cosa seria (II)

El post de hoy se aleja un poco de la divulgación de lo que hacemos normalmente en el Aula de Juegos para reflexionar, como hemos hecho otras veces, sobre el mismo hecho lúdico. En el artículo Los juegos no son una cosa seria, Pepe Pedraz exponía en su blog, a propósito de otros dos artículos, sobre si los juegos pueden ser una oportunidad para tratar temas duros o difíciles desde una perspectiva participativa. Pepe cree (entiendo) que el juego facilita que una serie de temáticas sean abordadas desde diferentes puntos de vista y que "pensemos en ponernos en lugar de una serie de personas para poder entender y criticar el porqué hacen lo que hacen". Para él, "los juegos pueden ser una herramienta maravillosa para expresar nuestras preocupaciones, miedos o situaciones diarias". Estoy absolutamente de acuerdo con esta premisa.

En todo lo que dice Pepe yo querría aportar mi granito de arena, sin que quizá venga a decir nada nuevo, pero es un tema que me interesa desarrollar más allá de responder en un par de tuits en Twitter. Y como Pepe, no tengo respuestas concretas, tengo sólo apuntes y preguntas, más preguntas que, aunque nos dejen igual, nos incitan a reflexionar sobre el tema.

Está claro que ciertos hechos violentos son blanqueados a través del juego a través de la fantasía: como leí mientras escribía mi libro sobre George Romero, el director de cine decía que, en términos de proyección emocional, es más fácil volarle la cabeza a un zombi que a un ser humano. El arte ha creado una pátina de belleza sobre hechos terribles que nos distancia de la violencia o de la muerte. No hay más que recordar esas preciosas dobles páginas de Hiroaki Samura en La espada del inmortal y cómo una desmembración en forma de manji de un cuerpo humano puede ser una obra de arte. Es la idealización o romantización de la violencia o la muerte, que no es ajena a ningún ámbito artístico actual. A este fenómeno puede ayudar el distanciamiento temporal con los hechos que en los juegos recreamos: quizá no sea lo mismo usar esclavos para construir las pirámides egipcias en un juego, que enviar prisioneros a los campos de concentración (luego volveremos al tema del Holocausto).

Pero puede pasar también que haya un factor emocional que nos haga alejar o acercar a esos hechos. Me explico con dos ejemplos: servidor, que también es profesor de Latín, se documentó bastante sobre la desaparición de Pompeya por cuestiones tanto profesionales como personales. Leí bibliografía, vi documentales, y en definitiva me acerqué como ser humano a esa gran tragedia que fue la erupción del Vesubio. Pues bien, cuando, como colofón a toda esta investigación, me puse a jugar a La noche que cayó Pompeya, me resultó al principio chocante, porque estaba jugando con la vida de los supervivientes

Es decir, para mí, aquello no eran fichas de madera intentando salir del tablero, eran personas, cada una con su historia personal detrás, con los utensilios que dejaron atrás, con los animales que debieron de sacrificar, con las escasas pertenencias que se llevaron consigo. Porque yo había conectado con la historia que me contaba el juego, aunque no por el juego en sí mismo, sino por mi investigación previa. Había conectado con unos seres humanos que vivieron hace dos mil años, por una cuestión puramente personal (evidentemente no puedo esperar que otra persona empatice de la misma forma), de manera similar a lo que explica el propio Pepe Pedraz en esta otra entrada sobre Freedom. Lo mismo con Guillotina: ¿puede uno jugar a cortar cabezas como si nada tras haber visto películas como Un asunto real, María Antonieta o cualquiera que trate la Revolución Francesa en general, y lo traumático y real que es que decapiten a alguien? Vamos más allá: puesto que quizá la respuesta a la pregunta anterior es no, ¿sería lo mismo un juego de mesa en que el Daesh decapitara a prisioneros occidentales? ¿O al revés, un juego de "guerra contra el terror" en el que tuviéramos que eliminar a islamistas?

En su último vídeo, Chema Pamundi hablaba de los juegos que habían intentado tratar el tema del fascismo y apuntaba que nos sentiríamos incómodos si nos divirtiéramos con un juego que habla sobre el Holocausto, pero podemos jugar tranquilamente a Guillotina pero también a cosas más actuales como War on Terror. La idea de Chema es que el fascismo "nos hace levantar una barrera moral que no establecemos con otros genocidios y actos de barbarie". 

Porque si en un juego cabe cualquier temática, pregunto de forma sincera, ¿aceptamos un juego sobre trabajadores esclavos en campos de concentración, gestión de un gulag, malísimos negacionistas que tienen que aumentar el calentamiento global para destruir el planeta (sí lo hacemos con sectarios que quieren acelerar el fin del mundo para traer a los Primigenios de vuelta)? ¿Un juego en el que gana quien más casos de acoso escolar consiga sin que sea pillado? ¿Un juego de roles ocultos sobre pederastas miembros de la Iglesia? Porque este debate ya surgió en el mundo de los videojuegos, y tenemos casos polémicos, ya no por su violencia, que en ese medio ha estado siempre presente, sino por la temática misma, como Matanza Cofrade, Bully o la saga Carmaggedon. El último caso que recuerdo es el de Hatred (2014), en el que el jugador encarna a un perturbado y el único fin es ir paseando por el vecindario matando a quien se ponga por delante. En este último caso, el elemento perturbador es lo realista que resulta la matanza, comparado con, por ejemplo, las matanzas al estilo garrulo que pudiera haber en Duke Nukem, Shadow Warrior o Blood; pero hay también otro factor más a tener en cuenta: todas las recientes matanzas reales que ha habido en Estados Unidos (y fuera) a cuenta de enfermos mentales, no ya terroristas, sucesos que han tenido una gran cobertura mediática.

Mientras el distanciamiento (histórico, contextual) mantiene nuestra empatía fuera de conflicto, no pasa nada, puedo suponer. Podemos jugar un juego en el que las tribus de Israel masacran a sus enemigos al estilo Antiguo Testamento y no pasa nada. Jugamos un juego ambientado en el s. XVI en el que Reforma y Contrarreforma se reparten a los fieles católicos y tampoco pasa nada. Pero un juego en el que musulmanizar Europa, por ejemplo, quizá haría levantar más de una ceja. Repito: el tratamiento y la postura desde la que nos acercamos al juego, por tanto, es vital.

Un juego puede cumplir el objetivo de visibilizar una situación o hecho de diferentes formas. El mero hecho de que exista, implica esa visibilización. Desde este punto de vista, necesitamos juegos valientes, que se atrevan a nombrar la realidad, puesto que desde el mismo momento en que aparecen están señalando en una dirección, hacia un problema con el que la sociedad está lidiando: por ejemplo, en el caso que cita Pepe Pedraz en su artículo sobre un juego creado por estudiantes sobre cruzar la frontera estadounidense de forma ilegal.


Muchas veces cuando jugamos, lo hacemos desde una postura de maniqueísmo abstracto, en el que hay buenos y malos, y no pasa nada: es sencillamente un rol que asumimos como parte del juego. Y así encarnamos a nazis, por ejemplo, pero  no por una cuestión ideológica, sino desde un rol que impone el juego que no nos lleva más allá: simplemente lo aceptamos y no vemos en ello implicaciones ulteriores. Ahora bien, el tratamiento del juego, además de visibilizar una problemática por el hecho de existir, puede ayudar a reflexionar sobre ese problema, o con un poco de suerte, practicar la empatía. ¿Se banaliza una situación concreta o un hecho histórico por el hecho de transformarlo en un juego en el que hay ganadores y perdedores? No lo creo, porque el tema puede tratarse con respeto o incluso con una finalidad didáctica o de denuncia.

Pero una de las cosas que deja claras Pepe Pedraz es que para que un juego sea efectivo tiene que ser divertido. Y volvemos a lo que decíamos al principio: ¿está bien divertirse con algo moralmente ambiguo, disfrutar del placer del juego con una temática éticamente incorrecta? Son preguntas que yo también me planteo, pero me figuro que dependerá del enfoque, de la intención con que se crea, del afán de denuncia y no un uso puramente mercadotécnico de una temática. Y como siempre, es una cuestión con infinitos matices que no me atrevo a ponderar.

Quizá pueda jugar a ser fascista en Secret Hitler sin identificarme en ningún momento por su ideología (los jugadores de wargames lo hacen constantemente). Quizá pueda encarnar a un terroristas islamista que quiere volar las Torres Gemelas y no compartir sus ideas, pero lo que señalaría ese ejemplo es una visión del mundo donde ha quedado claro que hay un Primer Mundo occidental y capitalista que tiene una cosmovisión diferente al de otras minorías del planeta, y que el orden establecido está en peligro. Las implicaciones de este supuesto son tan importantes que pueden enviar mensajes en dos direcciones opuestas.

Me estoy repitiendo. Como consideración final a todo esto, sólo quiero añadir que el hecho de que se planteen estas cuestiones metalúdicas significa que el juego, como proceso, como hecho cultural, está en un estadio avanzado que permite ser el vehículo de nuestras inquietudes como seres humanos, como lo son desde hace tiempo la literatura, el cine o los videojuegos.

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